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  • Foto del escritorEl Excedente

¿Es la corrupción la causa de nuestro subdesarrollo? (Parte III)

Actualizado: 19 dic 2023

En el anterior artículo mencionamos una causa importante que no debe dejarse de lado a la hora de comprender el crecimiento económico de largo plazo y el desarrollo para países de la periferia del sistema mundial como Paraguay: la restricción externa. Pero esta es tan solo una variable más de las complejas relaciones causales que explican por qué existen países pobres y ricos, y cómo es que Paraguay ocupa determinado lugar en la división internacional del trabajo. Dijimos también que quienes suelen encontrar en la corrupción la causa última al desarrollo probablemente partan de algún marco teórico asociado a un enfoque neoclásico de las instituciones.


Por Nelson Denis



Las instituciones, ¿qué instituciones?


Los economistas neoclásicos tradicionalmente no tuvieron un interés particular por explicar las instituciones y el rol que cumplen en los procesos económicos. Esto se debe fundamentalmente a la separación inicial entre política y economía que tuvo lugar en el seno de la Revolución Marginalista a finales del siglo XIX, cuando el estudio de la ciencia económica pasó de denominarse Political Economy a Economics a secas, evidenciando el nuevo viraje epistémico que adquiriría la disciplina. En esta nueva forma de pensar el mundo la política no tenía un papel que interesase para comprender el funcionamiento de las economías capitalistas puesto que se concebía al mercado como una institución natural con sus propias reglas y dinámicas internas que debían ser comprendidas y respetadas en pos de alcanzar los mejores resultados. El Estado no podía sino más que ejercer un papel extrínseco de interferencia política que alterase el orden natural de los grandes mecanismos de autorregulación que ofrecía el mercado: la oferta y la demanda.


Los grandes temas que motivaban a la vieja Economía Política Clásica, como el proceso de flujo circular de generación y distribución de excedente social entre diferentes clases sociales para explicar la reproducción del sistema productivo y las luchas al interior del capitalismo, fueron reemplazados por un excesivo individualismo metodológico asociado a un homo economicus que encontraba sus motivaciones en causas subjetivas que debían ser descubiertas, asumiendo comportamientos maximizadores cargados de cierta moralina y prefijados por los principios elementales de la teoría. La institución del mercado se desembarazaba así de la propia estructura social y política en la que se veía inserta.


Pero con el tiempo, las crisis recurrentes del sistema capitalista a lo largo de todo el siglo XX fueron arrojando luz sobre la brecha que separaba a ese mundo ideal modelado milimétricamente, que solo podía hallarse en las cabezas de los economistas y sus ecuaciones matemáticas, y los hechos concretos de la realidad. Y así como la demanda efectiva keynesiana fue absorbida por los nuevos modelos macroeconómicos neo-walrasianos de la Nueva Síntesis Neoclásica en la primera mitad del siglo pasado, reduciéndola a una mera explicación ad-hoc para dar cuenta de las posibles insuficiencias de demanda agregada en los ciclos de corto plazo, en los años finales de la segunda mitad de este las instituciones se transformaron también en fallas de mercado que permitían al mainstream académico acomodar la piedra basal de la sustitución factorial marginalista y salir de esta manera indemnes ante el apabullante fracaso en el plano real de sus políticas implementadas. Nacía de esta forma una Nueva Economía Política (NEP), en clave de equilibrio general, y centrada en las instituciones políticas que daban forma y guiaban el buen funcionamiento de los mercados, dedicada fundamentalmente a explicar los procesos de desarrollo de largo plazo. A decir de Chang (2006):


«A pesar de los miserables fracasos de los experimentos radicales de política mediante diversos programas de ajuste estructural (pae) en los países en desarrollo y programas de transición de Big-Bang en los antiguos países comunistas, los economistas ortodoxos se han negado a sacar la conclusión más evidente, a saber, que las políticas ortodoxas, y las teorías que las sustentan, son defectuosas. Al comienzo, intentaron argumentar que las reformas políticas debían ser más amplias para tener éxito. Cuando así se hizo y los buenos resultados no se materializaron, afirmaron que se necesita tiempo para que las reformas de política funcionen. Sin embargo, después de 15 o 20 años de reforma, esta línea de defensa se ha vuelto difícil de mantener. De modo que ahora los economistas ortodoxos usan las instituciones para explicar por qué las “buenas” políticas económicas basadas en las teorías económicas “correctas” fallan tan consistentemente. Hablando de instituciones deficientes, pueden argumentar que sus políticas y teorías nunca fueron erróneas, y que no funcionaron únicamente porque los países que las implementaron no tienen las instituciones correctas para que las políticas “correctas” funcionen. En otras palabras, el argumento institucional se utiliza para proteger los dogmas centrales de la economía ortodoxa ante su incapacidad para explicar lo que sucede en el mundo real».


El intento de juntar aspectos de la teoría neoclásica con un enfoque de instituciones data de los años 30s del siglo XX, principalmente de los trabajos pioneros de Ronald Coase y su idea central de “costos de transacción”, que representan el esfuerzo económico que los agentes deben hacer para intervenir en el sistema de transacciones reglado en un mercado específico. Más adelante esta línea teórica fue retomada por economistas como Douglass North y David Landes, enfocándose en la relación entre desarrollo económico e instituciones. Más reciente en el tiempo los trabajos que más han cobrado relevancia en el ámbito académico, enfocados en estudiar esta relación en perspectiva histórica, son los de Daron Acemoglu y James Robinson.


Sin entrar a hacer una exhaustiva “historia de las ideas”, repasando una por una las diferencias entre todos estos autores, podemos trazar puntos de encuentro que nos permitan dilucidar más sintéticamente el foco nodal de la teoría neo-institucionalista, a fin de comprender mejor la relación que aquí intentamos exponer, entre instituciones, corrupción y desarrollo económico. Lo primero y más relevante es la vinculación que tienen las instituciones, ─que en el análisis neoclásico son esencialmente instituciones políticas─ con el funcionamiento básico que tienen las economías dentro de un marco marginalista.


A diferencia de los economistas clásicos, en la nueva economía institucional se desprende un vínculo indirecto con el proceso de mercado, teniendo en cuenta las dinámicas internas antes mencionadas que estipulan a la oferta y a la demanda como mecanismos naturales de regulación, haciendo que la economía en general tienda hacia el equilibrio. Además, como en todo el andamiaje metodológico que sostiene a su teoría, la forma de estudiar las instituciones es básicamente la misma que para comprender la micro y la macroeconomía: se parte de sujetos racionales aislados que solo convergen en sus relaciones sociales a través del intercambio mercantil, para luego ir hacia las instituciones individuales que dan forma y pueden afectar al mentado mecanismo de mercado. En palabras de Bortis (1997):


«Hay básicamente dos maneras diferentes de pensar las instituciones. El institucionalismo tradicional, como está implícito en la obra de Marx, específicamente en su Das Kapital, y de la Escuela Histórica Alemana, no considera la institución individual per se sino como parte de la estructura institucional; las instituciones son complementarias e interrelacionadas; la sociedad forma un sistema y es, por tanto, algo más que la suma de las instituciones individuales. Deben existir macroprincipios, por ejemplo el principio de demanda efectiva o el sistema de valores imperante en una sociedad, que gobiernen la forma de las estructuras sociales o la disposición de las instituciones. Esto contrasta notablemente con el procedimiento adoptado por el nuevo institucionalismo neoclásico que investiga cómo funcionan las instituciones individuales, mediante el cual se postula implícitamente que la coordinación entre individuos e instituciones y entre las propias instituciones se realiza mediante algún mecanismo anónimo de la mano invisible, por ejemplo, procedimientos de votación y mercados. El nuevo institucionalismo es muy útil si se busca una comprensión parcial de la vida social. Sin embargo, para que los científicos sociales puedan desarrollar un conocimiento aproximado del funcionamiento de la sociedad en su conjunto, este tipo de institucionalismo debe complementarse con el institucionalismo tradicional […] La forma en que los científicos sociales perciben el funcionamiento amplio del sistema institucional y su evolución es de suma importancia para el enfoque que elegirán para explicar los fenómenos económicos (por ejemplo, valor, distribución, empleo). Los economistas neoclásicos y clásico-keynesianos tienen puntos de vista completamente diferentes sobre esto. En la visión neoclásica, las instituciones no económicas influyen en los eventos económicos solo indirectamente a través de una institución natural, p. el mercado: las instituciones gobiernan la posición de las distintas curvas de oferta y demanda. En la economía política clásico-keynesiana se postulan vínculos directos entre las instituciones (todo el sistema socioeconómico y político) y los fenómenos económicos».


Lo importante a destacar aquí son los supuestos que mantienen “en vigencia” al análisis neoclásico sobre el funcionamiento del mercado; las instituciones son entonces un complemento más que ayuda a validar la teoría central, a saber, el principio de sustitución factorial, que estipula una relación general inversa entre precio y cantidad utilizada de un “factor” productivo (capital y trabajo). El equilibrio general se mantiene, así como la implícita Ley de Say en su versión marginalista, y por tanto, el crecimiento económico de largo plazo, el que importa para comprender los procesos de desarrollo, es básicamente explicado por factores de oferta, no de demanda. Es por esta razón que los neo-institucionalistas insisten de manera exagerada en cuestiones abstractas como los “derechos de propiedad”; son estos los que viabilizan el cumplimiento de los contratos y reducen los costos de transacción de los agentes económicos. Las instituciones, sean estas formales o informales, escritas o no escritas, cumplen el rol de reducir la incertidumbre en el mercado, de pulirlo de los hechos exógenos que podrían constreñir su dinámica natural.


Las instituciones que importan entonces para la teoría neo-institucional son las que permiten expandir la oferta agregada, suponiendo que tal mecanismo de mercado existe, y que es este el que garantiza en última instancia la plena ocupación productiva. Los diferentes sistemas institucionales adoptados por los países son la explicación principal de la divergencia en la división internacional del trabajo (centro y periferia). Los países que a lo largo de la historia fueron capaces de garantizar los derechos de propiedad de los capitalistas fueron los que allanaron el camino para la libre iniciativa, la autonomía y la contratación privada, aspectos identificados como la base de la innovación (Medeiros, 2001). En este sentido el rol que cumple el Estado en el desarrollo es la de un mero garante jurídico, además de ser el encargado de llevar a cabo ciertas políticas públicas muy específicas relacionadas a la inversión pública que ayuden a generar mayor bienestar, siempre y cuando no contradiga los principales enunciados teóricos. A pesar de los esfuerzos por ampliar el plan temático de desarrollo económico, prácticamente todos los neo-institucionalistas terminan por sostener en sus análisis a largo plazo las ventajas y virtudes de un Estado liberal tal como fuera formulado por Locke y Kant. Este es un Estado que, permanentemente contenido por la separación de poderes y la inviolabilidad de la propiedad privada, no obstaculiza, sino que garantiza protección y estabilidad a los contratos privados.


Esto conecta muy bien con la idea de que la corrupción puede tener efectos muy negativos para el desarrollo económico de los países, y suele ser una explicación simple en nuestro país en particular acerca de los problemas que enfrentamos en materia económica. De esta manera los sectores más liberales/libertarios del espectro político suelen hablar de la falta de “seguridad jurídica” o el “populismo” de los políticos, ante la ausencia de respuestas concretas del porqué de la baja inversión de parte empresarios extranjeros ─como en la visión de Amilcar Ferreira─, teniendo en cuenta que somos el país con menor presión fiscal en la región y al mismo tiempo uno de los que menos IED recibe año tras año [ver Gráfico 1].


Gráfico 1. Presión tributaria e IED por países de Sudamérica.

Fuente: elaboración propia con base en datos del Banco Interamericano de Desarrollo y la Comisión Económica para América Latina y El Caribe.

Nota: se usan magnitudes promedio puesto que los guarismos no varían mucho a lo largo del tiempo durante el periodo promediado (2005-2018)


Lo cierto es que es a causa de su propia teoría que llegan a estas conclusiones, así como a la extravagante idea de que lo que motoriza al desarrollo es la inversión extranjera, relegando así del papel central que tiene la defensa del mercado interno y la diversificación productiva. A diferencia del neo-institucionalismo marginalista en la economía política clásico-keynesiana las instituciones que importan son las que permiten expandir la demanda agregada, teniendo siempre en cuenta que no existe tal mecanismo natural de mercado que garantice la plena ocupación productiva, y la insuficiencia de demanda es una razón concreta y legítima de preocupación de los diferentes gobiernos que busquen alcanzar el desarrollo. El proceso productivo en sí mismo es una macro-institución social, probablemente la más importante dentro de la estructura social, que debe ser tenida en cuenta desde los Estados a la hora de pensar en estrategias de desarrollo de largo plazo. A contramano de los postulados neoclásicos que insisten en los “derechos de propiedad”, la cuestión central en todo proceso de desarrollo económicoes la producción de excedente social. Es su existencia la que crea las condiciones para la división social del trabajo y para el proceso de innovación que se afirma como un proceso simultáneo de poder económico y poder político. Volviendo a Bortis (1997):


«Las estructuras de producción en evolución histórica y el nivel de demanda efectiva determinan, de hecho, las acciones de los productores. Los primeros dan como resultado flujos de bienes técnicamente requeridos entre sectores; este último gobierna la escala de actividad. Ante esto, una tarea importante del gobierno consistiría en crear las condiciones institucionales conducentes a maximizar el excedente social, dadas las cantidades de factores originales de producción (tierra y trabajo), tecnología y limitaciones sociales y naturales (la forma de vida y el ambiente natural)».


El nacionalismo metodológico y la tríada desarrollista


Sacando por un momento de nuestro foco la cuestión de las instituciones, valen aquí algunas precisiones metodológicas importantes antes de concluir. Es probable que el error más común en que se suele caer para pensar el desarrollo en perspectiva histórica, es el de creer que se puede prescindir del contexto internacional y geopolítico, esto es, caer en un ingenuo nacionalismo metodológico. La idea básica del nacionalismo metodológico en las teorías del desarrollo es la de suponer que este es explicado por factores puramente endógenos del propio país en donde la experiencia en particular se desenvuelve, es decir, de las estrategias y políticas llevadas a cabo por los Estados nacionales (Crespo & Muñiz, 2017). Esta idea corroe el análisis no solo de los académicos ortodoxos sino también heterodoxos a la hora de encontrar las causas del por qué algunos países logran desarrollarse mientras otros se estancan en el tiempo. Desde este punto de vista el no-desarrollo es pensado estrictamente como el resultado de un conjunto de estrategias y políticas, dirigidas por los Estados nacionales, que son consideradas erróneas en aras de contribuir al tan deseado salto económico. Así, bastaría con encontrar las políticas correctas, o las “instituciones” correctas, para que el subdesarrollo deje de ser una realidad.


El lector podrá identificar esto rápidamente en las grandilocuentes recomendaciones que se enuncian a través de los medios de comunicación nacionales por parte de académicos, periodistas o políticos, que señalan que para alcanzar el desarrollo debemos “seguir el camino” de tal o cual nación ya desarrollada. “Paraguay tiene que seguir el camino de Singapur”, “tenemos que hacer como los australianos”, “hay que enfocarnos en los servicios”, “debemos apostar a la educación” y un sinfín de expresiones y observaciones similares que, a fin de cuentas, resultan válidas, pero solo hasta cierto punto. Bajo esta idea se sostiene también el relato de la corrupción y el desarrollo, siendo la corrupción la causa (endógena) más importante que impide la posibilidad de este último. Lo cierto es que no hay recetas universales para alcanzar el desarrollo, como si fuese una cosa de “copiar y pegar” y nada más. Las lecciones que nos dejan las diferentes experiencias de desarrollo a lo largo de la historia deben ser tomadas por lo que su nombre indica, “lecciones”: estas pueden servir más o menos dependiendo de los diferentes contextos pero de ninguna manera garantizan la viabilidad, efectividad y sostenimiento de un proyecto de desarrollo nacional.


El gran aporte del estructuralismo latinoamericano y su idea de método “histórico-estructural” reside justamente en comprender las diferentes coyunturas que favorecieron la posibilidad de desarrollo de alguna nación en particular, no separada del resto del sistema internacional. Para sus principales teóricos (como Raúl Prebisch o Celso Furtado) la inteligibilidad de una determinada trayectoria de desarrollo nacional ─en amplia divergencia con las teorías sobre la modernización─ no podía ser aprehendida sin explicar la especificidad de su inserción internacional y las dimensiones económicas y políticas históricamente construidas de ese contexto. El dilema fundamental de las economías periféricas era cómo desplazar las limitaciones externas que obstaculizaban y condicionaban su desarrollo a través del cambio estructural (Medeiros, 2010).


Lo anterior no necesariamente se reduce a las formas económicas del modo de inserción internacional, como pueden ser fundamentalmente las relaciones comerciales o financieras de los Estados, sino también de las disputas geopolíticas entre Estados en un sistema competitivo y jerarquizado, caracterizado por las asimetrías de poder entre naciones, donde la amenaza externa y la constante “preparación para la guerra” fungieron siempre como acicate de los diferentes Estados a la hora de pensar el desarrollo económico como una cuestión estratégica, de acumulación de poder y de riqueza. Aunque más implícitamente en la vieja tradición cepalina, esta forma de pensar la economía como un saber estratégico se manifiesta de manera mucho más explícita en autores de la economía política clásica como William Petty, Alexander Hamilton y Friedrich List. Estos autores pensaban las economías nacionales no solo en términos de progreso económico, sino también como un instrumento para la independencia política, la soberanía militar y la seguridad nacional. Por tanto, la "amenaza externa" se utilizaba para priorizar objetivos estratégicos y orientar la estructura productiva y la generación de ingresos para determinados sectores considerados más relevantes, como la industria y comercio de manufacturas o la adquisición de nuevas tecnologías que permitan agregar mayor valor a sus economías (Fiori & Padula, 2019).


Numerosos son los ejemplos a lo largo de la historia del capitalismo que demuestran la relevancia de las luchas interestatales en los procesos de desarrollo. Por caso, el desarrollo inicial de las potencias europeas en los albores del capitalismo estuvo fuertemente asociado a la necesidad de acumulación de excedentes productivos para financiar las guerras de conquistas que se llevaban a cabo. Esto ejercía una presión competitiva sobre el resto de naciones que buscaran defenderse de sus potenciales invasores, lo que llevaba a los Estados, entre otras cosas, a idear constantemente estrategias de innovación científica y tecnológica para superar el atraso relativo. Si un Estado no introducía una innovación, el otro lo hacía obligando a los vecinos a imitarlo o ser conquistado. En Europa, la preparación para la guerra y las guerras propiamente dichas se transformaron en la principal actividad de todos sus príncipes, y la necesidad de financiamiento de estas guerras, se transformó en un multiplicador continuo de la deuda pública y de los tributos. Y, por consecuencia, en un multiplicador del excedente y del comercio y también del mercado y de las monedas y de los títulos de la deuda, produciendo y alimentando ─dentro de Europa─ un circuito acumulativo absolutamente original, entre los procesos de acumulación del poder y de la riqueza.


No hay como explicar la aparición de esta necesidad europea de la acumulación del poder y del excedente productivo, solo a partir del “mercado mundial” o del “juego de los intercambios”. Aunque los hombres tuviesen una propensión natural para intercambiar ─como pensaba Adam Smith─ eso no implicaría necesariamente que ellos también tuviesen una propensión natural para acumular ganancias, riqueza y capital. Porque no existe ningún factor intrínseco al intercambio o al mercado que explique la necesidad compulsiva de producir y acumular excedentes. O sea, la fuerza expansiva que aceleró el crecimiento de los mercados y produjo las primeras formas de acumulación capitalista no pudo haber venido del “juego de los intercambios”, o del propio mercado, ni vino, en ese primer momento de la compra-venta de la fuerza de trabajo. Vino del mundo del poder y la conquista, del impulso generado por la “acumulación del poder”, incluso en el caso de las grandes repúblicas mercantiles italianas, como Venecia y Génova (Fiori, 2009).


Todo lo dicho hasta aquí no significa que estamos condenados al atraso y a la pobreza, esto es, que no existen ningún tipo de medidas que se puedan adoptar desde el Estado nacional para superar nuestras históricas deficiencias económicas. Tampoco queremos apuntar aquí que el Estado paraguayo necesariamente debe incursionar en algún conflicto bélico con sus vecinos para poder desarrollar su economía. Lo que queremos remarcar con esto es, por un lado, la necesidad de incorporar una mirada estratégica de la economía y del modo de inserción internacional a través de una política exterior que tome un rol más activo y menos pasivo en la forma en la que nos desarrollamos, no descuidando los aspectos geopolíticos de los alineamientos con las grandes potencias con las que nos vinculamos ─incluso de nuestros propios vecinos regionales─, que puedan constreñir nuestras posibilidades de desarrollo.


Esto último parece difícil de realizar si seguimos pensando que los fines últimos de nuestra política económica externa deben ser nada más que el ensanchamiento de los vínculos comerciales y la búsqueda de ayuda financiera en materia de cooperación internacional, siempre a la espera de capitales extranjeros que traigan consigo una especie de efecto multiplicador en el resto de la economía. Adoptar una mirada estratégica de la economía supone un vínculo más directo con políticas productivas internas en sectores que deben ser considerados prioritarios para el desarrollo, por su capacidad de generar excedentes y de crear incentivos para la inversión privada: estos son los casos del sector científico-tecnológico y la industria nacional, que tienen un peso relativo menor en la estructura productiva en comparación con el sector primario agroexportador. Esto no puede llevarse a cabo sin la adecuada inserción y ayuda ofrecida desde el Estado, fundamentalmente a través de la inversión pública en materia de infraestructura o distintos tipos de políticas sectoriales, así como el desarrollo de las capacidades estatales mismas o de las instituciones políticas que permitan generar y sostener en el tiempo dichos vínculos con el sector privado.


Por otro parte, tampoco queremos afirmar con nuestra crítica al nacionalismo metodológico que no existen relaciones causales para comprender el desarrollo que no puedan ser generalizables, dada la necesidad de ahondar en las condiciones históricas particulares de cada proceso de desarrollo mencionada anteriormente. Es porque existen (algunas) relaciones causales generales que podemos afirmar aquí que la corrupción no puede ser considerada, bajo ningún concepto, la causa de nuestro subdesarrollo como nación. Lo que distingue al desarrollismo, tal como se afirma en algunas economías de posguerra (que Alice Amsden llamó el resto, pero que no son más de 12 países), y que continúa hoy en unos pocos países, en aquellos que, como China e India, crecen y cambian su estructura a una velocidad superior a la media, es una combinación articulada de políticas macroeconómicas expansivas (por el lado de la demanda), política industrial y protección de la industria nacional. Podemos entender esta tríada como la construcción básica de un Estado Desarrollista (Medeiros, 2017).


Pero la implantación de este tipo de Estado y de su persistencia en el tiempo depende, a su vez, de su poder para organizar los intereses de las clases dominantes, y obtener legitimidad política, cohesión y disciplina del resto. Es por esto que el desarrollo se presenta, ante que nada, como un desafío eminentemente político antes que económico. El Estado Desarrollista de la posguerra era, al igual que el Estado de Bienestar Social Keynesiano, fruto de la Guerra Fría, y consistía en una coalición de poder destinada a promover la industrialización y acelerar el crecimiento. Aunque constituía una expresión de los grupos económicos privados que se consolidaban con la industrialización, este obtuvo cierta autonomía relativa frente a la interacción de intereses y presiones de otras fracciones de las clases dominantes vinculadas a la tierra, el comercio y los bancos, debido a circunstancias políticas especiales generadas en el contexto de la Guerra Fría.


Su éxito se expresó en su capacidad para inducir y coordinar inversiones en áreas estratégicas de posguerra ─automóviles, química, energía, petroquímica, electrónica─, con el objetivo de expandir tanto la demanda interna como las exportaciones a través de múltiples instrumentos de inducción y compulsión de empresas privadas. En todas partes, esta tríada desarrollista formada por la creación de ingresos protectores para las industrias locales, por la política industrial y tecnológica (inducción y creación de capacidad productiva en nuevos sectores y actividades) y por políticas macroeconómicas expansivas formó el arsenal de desarrollo independientemente de la mayor o menor importancia de los mercados internos y externos y la base de recursos naturales o el tamaño de la población, factores estructurales que distinguieron las diferentes vías de industrialización. La planificación, centrada en organismos poderosos y centralizados, proporcionó los "puntos focales" sobre los que se movió la política industrial. Las estrategias de desarrollo exitosas combinaron así una macroeconomía expansionista con políticas industriales destinadas a proteger y promover nuevas capacidades tecnológicas.


El desafío de construir un Estado Desarrollista en Paraguay, que combine este conjunto de políticas estratégicas, consiste entonces (necesariamente) en la superación del modelo económico vigente, vinculado principalmente a sectores primarios agroexportadores. La construcción de las hidroeléctricas planteó la primera iniciativa concreta a gran escala en la instalación de una estructura básica que apuntaría a la industrialización del Paraguay. Sin embargo, al margen del dinamismo vinculado al sector de la construcción, el país no se vio inmerso en un proceso de industrialización que respondiera a las demandas del creciente mercado de consumo dinamizadas por la construcción de las hidroeléctricas sino que, en su lugar, se establecieron incentivos tributarios para las importaciones de productos con miras a la triangulación. Como consecuencia, los gremios de importadores se convirtieron en actores colectivos de gran influencia en el país en la definición de impuestos a las importaciones y la política cambiaria. La persistencia de este modelo productivo, que encuentra sus fundamentos en los años posteriores a la guerra contra la Triple Alianza y que se consolida durante la época dictatorial del régimen stronista, coincide con la perpetuación del poder político de los actores vinculados al mismo, que no ha sido desafiado siquiera durante el periodo de alternancia del interrumpido gobierno de Fernando Lugo (Duarte, 2014).


Para finalizar, solo resta volver a insistir en que el problema con el discurso anti-corrupción en Paraguay, promovido por actores con intereses bien concretos, no deviene de su insistencia en mejorar los esfuerzos en la lucha contra un flagelo que en efecto existe y daña la legitimidad basal del Estado, así como genera tensiones dentro del sistema político que minan la gobernabilidad en la que se asientan los actores políticos. Si pensamos al desarrollo como un proceso que eminentemente debe ser impulsado desde el Estado nacional, luchar contra la corrupción imperante dentro del mismo se torna un imperativo. Dotar al Estado de la legitimidad social necesaria para encarar los desafíos tanto políticos como económicos que implican el desarrollo debe ser una prioridad que debe llevarse a cabo desde el mismo Estado. La presión de la ciudadanía es un aliciente fundamental para que esto pueda suceder. El problema de la narrativa anticorrupción imperante en el país radica en su forma antidesarrollista de plantear a la corrupción como la causa última y absoluta de todos los males económicos y sociales que nos aquejan, cuando en realidad no lo es. Purgar la forma antidesarrollista de la narrativa anticorrupción por una desarrollista implica necesariamente pensar las causas verdaderas de nuestro subdesarrollo, teniendo siempre en cuenta la especificidad propia de nuestra historia y el modo de vincularnos con el resto del sistema interestatal capitalista, lo cual no puede hacerse con teorías erróneas y ampliamente refutadas por la fuerza arrasadora de los hechos.


Bibliografía utilizada


Bortis, H. (1997). Institutions, behavior and economic theory: A contribution to Classical-Keynesian Political Economy. Cambridge : Cambridge University Press .


Chang, H. J. (2006). LA RELACIÓN ENTRE LAS INSTITUCIONES Y EL DESARROLLO

ECONÓMICO. PROBLEMAS TEÓRICOS CLAVES. Revista de Economía Institucional , 125-136.


Crespo, E., & Muñiz, M. (2017). Una aproximación a las condiciones globales del Desarrollo Económico. Revista Estado y Políticas Públicas, 21-39.


Fiori, J. L. (2009). Sistema mundial: un universo en expansión. SinPermiso .


Luna, J. M. (2014). Efectos de la corrupción sobre el crecimiento económico. Un análisis empírico internacional. En Contexto .


Medeiros, C. A. (2001). INSTITUIÇÕES, ESTADO E MERCADO NO PROCESSO DO DESENVOLVIMENTO. R. Econ. contemp.


Medeiros, C. A. (2010). Instituições e desenvolvimento econômico: uma nota crítica ao “nacionalismo metodológico”. Economia e Sociedade.


Medeiros, C. A. (2017). A ECONOMIA BRASILEIRA NO NOVO MILÊNIO: CONTINUIDADE E MUDANÇAS NAS ESTRATÉGIAS DE DESENVOLVIMENTO. Revista de Economia Contemporanea .


Padula, R., & Fiori, J. L. (2019). Geopolítica e Desenvolvimento em Petty, Hamilton e List. Revista de Economia Politica , 236-252.


Recalde, L. R. (2014). REVISIÓN HISTÓRICA DE LA INSTAURACIÓN DEL MODELO ECONÓMICO AGROEXPORTADOR EN PARAGUAY. Revista Encrucijada Americana.


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