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  • Foto del escritorEl Excedente

¿Es la corrupción la causa de nuestro subdesarrollo? (Parte I)

Actualizado: 19 dic 2023


Por Nelson Denis



Frecuentemente escuchamos o leemos la siguiente afirmación: Paraguay está como está por culpa de la corrupción, o, mejor dicho, de los políticos corruptos que en vez gobernar en beneficio del pueblo (que en un primer momento los votan) deciden darle la espalda para beneficiarse ellos mismos de la administración de la cosa pública. Esto se puede dar tanto a través del liso y llano robo de los recursos estatales (dinero u otro tipo de bien público), como por otras formas tales como el soborno, sobrefacturación de compras públicas, licitaciones amañadas con contrato preferencial, tráfico de influencias o el designio arbitrario de empleados públicos sin criterio más que el del reparto de incentivos partidarios (patronazgo).


También suele pensarse comúnmente otras formas aparentemente más “sutiles” de corrupción, como los elevados salarios de algunos de los funcionarios del Estado, en detrimento del promedio del sector privado. Sin embargo, tal vez pueda considerarse más explícitamente la idea de “corrupción” en el anterior caso si quien es contratado o contratada no realiza las actividades por las cuales es remunerado o remunerada, por ejemplo a través de puestos fantasmas en nóminas salariales de algún ministerio (el famoso “planillerismo”). Si es así, el tamaño salarial solo puede ser motivo de indignación aun mayor; tener un salario elevado no es un delito, independientemente del trabajo que se lleva a cabo o del hecho de que otras personas en otros sectores de la economía perciban ingresos menores.


Por supuesto, hay otras formas de corrupción, que no necesariamente involucran al sector público, pero parece evidente la insistencia de cierta literatura académica, y también algunos grupos con ideologías bien definidas, en asociar el fenómeno de la corrupción casi de manera exclusiva a todo lo que tenga que ver con la dinámica organizativa del Estado, de su tamaño y supuesta ineficiencia inherente. Así, la peor corrupción, la que verdaderamente “importa”, esa que los diarios de tirada nacional le dedican editoriales enteras, es la que tiene que ver con esta y no otra; los miles de millones de dólares que se fugan del circuito financiero mundial año tras años a través del lavado de dinero y la evasión impositiva de actores económicos de peso pesado y que luego van a parar a guaridas fiscales en algún lugar recóndito del planeta sería de esta forma cosa de actores racionales buscando protegerse del leviatán corrompido, succionador fiscal por excelencia y conocido derrochador.


Esta insistencia se ve amplificada en el debate público, principalmente por parte de medios comunicacionales, pero también de políticos o entidades no gubernamentales, que construyen desde allí sentido común en torno a una idea: el Estado es el problema, y, particularmente, la viveza de algunos “pillos y peajeros” que lo “habitan”. Sea desde periódicos, radio o TV y últimamente también redes sociales, en Paraguay se ha instalado la (falsa) creencia de que el culpable de todos nuestros males, de nuestra posición atrasada en la economía del mundo, de nuestra pobreza y todos los infortunios que se fueron enamorando del país con el correr de los años, es la corrupción, esa ancla ineludible que no nos permite pegar el salto hacia la grandeza.

No hay duda aquí de que la corrupción es un mal endémico que sufre nuestro país y también otros de nuestro subcontinente, probablemente desde los inicios de la República y la formación del propio Estado nacional. La sociedad paraguaya hace bien en exigir a los administradores de turno una conducta ética acorde a los intereses de defensa de nuestro patrimonio nacional, así como también es sano para la democracia que se vayan purgando ciertos vicios autoritarios de una cultura política frecuentemente caracterizada por su servilismo. El problema es cuando ese justo y legítimo reclamo rebosa lo meramente coyuntural y se transforma al mismo tiempo en una manera de comprender las problemáticas que nos aquejan como sociedad, o al menos algunas, como en este caso lo es la del (sub)desarrollo económico.


Es probable que sea muy distinto lo que el sentido común nos pueda dictar acerca de la naturaleza de este fenómeno, que lo que la ciencia pueda aportar en su mayor y mejor compresión. Las ciencias sociales solo pueden valerse del conocimiento teórico y de la pertinencia empírica de sus teorías en aras de buscar soluciones, el sentido común tiene como únicas herramientas a la ideología y a la palabra vacía, muy asociadas a la lucha política entre diversos actores. Como señalaba Karl Marx, si la ciencia y el sentido común coincidieran, entonces la ciencia no tendría sentido. Muchas veces, sin embargo, lo que se dice desde la ciencia termina también transformándose en sentido común.


Corrupción y desarrollo: una relación no tan aparente


Es sabido que el campo del desarrollo económico es un área multidisciplinar por excelencia, no solo un saber acotado a los economistas que tienden a ubicarla como una rama de la teoría del crecimiento y de la acumulación. A lo largo de su historia han participado de su estudio tanto sociólogos, geógrafos, politólogos, historiadores y, desde luego, economistas, cada uno con sus respectivos aportes desde la ciencia profesada. Los estudios sobre los aparentes efectos determinantes de la corrupción en el desarrollo económico son más bien recientes en el ámbito académico, y están íntimamente ligados al auge que ganó en las últimas décadas el resurgimiento del enfoque “nuevo institucionalista” dentro de la economía neoclásica, promovido no solo por académicos sino también por entidades internacionales como el Fondo Monetario Internacional, Transparencia Internacional y el Banco Mundial.


Estas entidades han tenido un papel protagónico en la legitimación del discurso neo-institucionalista anticorrupción de economistas como Daniel Kaufmann, especialmente la última de ellas. El Banco Mundial afirmó hace algunos años atrás, a través de su ex presidente Jim Yong Kim, que la corrupción era el “enemigo público número uno” de los países en desarrollo. En aquel entonces, mencionó también el papel central que tiene la formación de instituciones “íntegras” en la lucha contra la corrupción y el bajo nivel de vida de los países. Anterior a este, en 2006, Paul Wolfowitz, otrora ex presidente de la misma institución, afirmó que "la lucha contra la corrupción forma parte de la lucha contra la pobreza, no solo porque la corrupción es mala sino también porque retarda mucho el desarrollo económico". Wolfowitz es conocido por suspender desembolsos de préstamos a varias naciones en vías de desarrollo por causa de la corrupción mientras presidía el BM (Chang, 2007). Y un poco más atrás en el tiempo, quien iniciara con la prédica del evangelio anticorrupción en dicha institución fue el recientemente fallecido Jim Wolfensohn durante los años 90s.


Algo que también debe mencionarse, sin embargo, es que no todos los académicos que adhieren al enfoque neo-institucionalista son partidarios de la idea de que la corrupción tiene efectos dramáticos, casi podríamos decir paralizantes, en las estrategias de desarrollo llevadas a cabo por los países más pobres o, cuanto menos, son escépticos de sus potenciales efectos “universales”. Así, por ejemplo, Dani Rodrik, economista neoclásico (neo-institucionalista) y profesor de la Universidad de Harvard, señalaba con respecto a la dimisión de Wolfowitz en 2007 (valga la ironía, por un caso de corrupción dentro del propio BM):

«Muchos novatos en el desarrollo sufren de la obsesión por la corrupción, la opinión de que las políticas anticorrupción ("reformas de la gobernanza") son la ruta más directa para lograr el crecimiento y la equidad. Wolfowitz mostró severos síntomas de esto, y muchos de los comentarios sobre su partida han estado marcados por un malentendido similar […] No estoy seguro de que sea una buena política para el Banco dar prioridad a la corrupción, como regla, sobre otros problemas que enfrentan las naciones en desarrollo. […] Una estrategia de desarrollo centrada en la lucha contra la corrupción en China no habría producido nada parecido a las tasas de crecimiento que ha experimentado este país desde 1978, ni habría resultado en 400 millones de personas menos salidas de la pobreza extrema».

De hecho, la evidencia existente es poco concluyente, aunque los académicos, principalmente economistas, tienden a volcarse más por la idea de que la corrupción tiene efectos muy nocivos en el crecimiento económico, y por ende también en el desarrollo. Este caso puede reflejarse en los trabajos empíricos que analizan la llamada “Paradoja del Este Asiático”, que estipula una relación positiva entre crecimiento del PIB y corrupción para países con centralización excesiva, como lo son los que forman parte de esa región del continente asiático. El argumento es que los beneficios obtenidos a causa de la corrupción en inversión y crecimiento económico provienen de las facilidades y motivaciones brindadas a grandes inversionistas, quienes a cambio dan sobornos permeados en estructuras políticas muy bien estructuradas para cubrir los actos corruptos y sacar provecho de ellos (Palacios, 2014).


La idea de que la corrupción puede tener efectos positivos sobre el crecimiento es de hecho una vieja tesis defendida por Samuel Huntington y otros investigadores durante la década de los 60 del siglo pasado, según la cual la corrupción podía servir como una especie “aceite lubricante” de los engranajes de la administración estatal y de la economía, por ejemplo a través de empresas que pagan sobornos a funcionarios públicos de diferente rango, facilitando así el trámite de complejos y parsimoniosos procesos burocráticos. Es probable que esta incapacidad de generar consensos en torno a los efectos de la corrupción en el desarrollo, incluso entre autores neoclásicos, se deba en gran medida a la metodología empleada a la hora de analizar la corrupción.


La mayoría de los trabajos econométricos que se han realizado hasta el momento usan el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC), publicado anualmente desde 1995 por la organización Transparencia Internacional, para medir los niveles de corrupción de los distintos países. El gran problema con este indicador, que dicho sea de paso analiza solamente la corrupción dentro del sector público, es que, como su nombre lo delata, está basado únicamente en percepciones subjetivas que pueden distar mucho de lo que efectivamente acontece en la realidad, además de estar plagado de posibles sesgos de confirmación con respecto a las encuestas realizadas a la hora de extraer los datos, por ejemplo aquellas efectuadas a empresarios que pueden tener opiniones más que formadas con respecto a las benevolencias o malevolencias del Estado. Pero más allá de los encuestados y su fidelidad con los hechos, no dejan de ser percepciones, sean estas buenas o malas.


Aunque duela admitirlo, analizar objetivamente la corrupción es una tarea imposible de realizar, ya que la mayoría de los actos corruptos por definición son ilícitos y por ende tienden a operar por fuera de la “esfera pública”. Quizá se pueda ver mejor los impactos que tienen los escándalos de corrupción a nivel político una vez que los mismos salen a la luz; también se podrá calcular de manera más precisa los costos a nivel económico, pero solo una vez que son públicos. Partiendo de esta idea cualquier suposición que se haga con respecto a los supuestos efectos de la corrupción (pública) en el desarrollo socioeconómico de los países, y que directamente utilice el IPC dentro de las metodologías empleadas para estudiar el impacto del fenómeno, peca cuanto menos de optimista.


Ante esta evidente dificultad, siempre es bueno recordar que todo lo que se dice en economía encuentra su raigambre más íntima en las teorías que sustentan las premisas enunciadas. Y es bueno recordarlo porque a muchos economistas, principalmente ortodoxos aunque también los hay heterodoxos, les es muy fácil frecuentemente caer en un empirismo ingenuo y en el famoso problema de confundir correlaciones con causalidades. Esto es precisamente lo que suele ocurrir con los estudios sobre la corrupción en el desarrollo, que a veces parecieran sugerir razonamientos tan obtusos y simplistas como que los países más pobres tienen instituciones débiles (léase corrupción), a diferencia de los países ricos que cuentan con una larga tradición republicana consolidada de respeto a las instituciones y las normas. La divergencia en términos de ingreso nacional entre países es entonces explicada a causa de esta histórica desigualdad entre sistemas políticos. Razonamiento en apariencia cierto, puesto que es verdad que los países más pobres suelen tener sistemas institucionales más débiles que aquellos que son ricos, pero que deja de lado una miríada de cuestiones centrales al análisis, en las que ahondaremos más adelante.


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