Por Joaquín Sostoa y Nelson Denis
Existe un diagnóstico en común que comparten la mayoría de análisis económicos sobre la realidad paraguaya. Básicamente, este diagnóstico insiste en lo que analistas reconocen como un “buen” manejo de las finanzas del Estado como explicación central de nuestra siempre elogiada estabilidad macroeconómica, entre otros elementos que suman como variables. Es decir, sin dejar de reconocer otros aspectos que hacen también a esta estabilidad, el diagnóstico en común hace hincapié en una suerte de consenso político general que ha logrado trascender los diferentes gobiernos y sus ideologías, con respecto a un control “prudente” de la política de gasto del Estado. Más particularmente, este conceso ayudaría a explicar la estabilidad de precios conseguida más o menos desde principios de la década del 2000s.
Esto es lo que nos diferenciaría de otros países en la región como Argentina o Venezuela, que sufren severas inflaciones a causa de gobiernos “irresponsables” y “populistas” que gastan más de lo que tienen y, más que pensar en la salud de sus economías, se resignan a ganar el afecto del pueblo para acumular poder electoral, sacrificando el largo plazo por el corto. En una breve entrevista de algunos años atrás en un canal colombiano de noticias, la ex ministra de Hacienda Lea Giménez describía a esta estabilidad macroeconómica del país como un saber “separar lo político de lo económico” asociado a un manejo prudencial o “responsable” del gasto público (es decir superávit fiscal o, cuanto menos, déficits bajos). No hace falta ser un destacado cientista social para dar cuenta del sesgo profundamente ideológico que hay detrás de estas afirmaciones, aunque también es cierto que existen cuestiones teóricas que desentrañar para comprender a fondo esta obsesión de los economistas con los déficits del Estado.
En este artículo pretendemos criticar este mantra de las finanzas “sanas” como explicación de nuestra estabilidad económica y de precios, que en los últimos años ha devenido en una defensa acérrima a una normativa sumamente restrictiva, de parte de políticos de todo el espectro, y que ya ha demostrado su inutilidad en más de una ocasión. Hablamos de la Ley de Responsabilidad Fiscal (LRF), sancionada en el año 2013 durante el gobierno de Horacio Cartes. Esta ley tiene varios artículos pero el que nos interesa discutir aquí es el que estipula un tope al déficit fiscal anual de la Administración Central (transferencias incluidas) de 1,5% del PIB y de 3% para casos especiales debidamente fundamentados, como caídas de la actividad internas o fenómenos adversos provenientes de la economía global que puedan afectar los ciclos de nuestra propia economía, como por ejemplo sucedió en 2019.
Ni bien iniciada la pandemia, esta ley fue “suspendida” momentáneamente por otra cuyo objetivo central residió en abandonar dichas metas institucionales hasta el año 2024, teniendo en cuenta el mayúsculo esfuerzo fiscal que implicaría hacerse cargo de los daños de la pandemia. Se supone que en 2024 la meta establecida en esta nueva ley ad hoc “convergería” con los niveles pre pandémicos establecidos por la normativa original. Si bien la elaboración del Presupuesto General de la Nación (PGN) genera polémicas prácticamente todos los años ─más aún desde la aprobación de la LRF─, en los próximos, la insistencia por el acatamiento de las nuevas metas fiscales probablemente hará más intensa dicha discusión, como de hecho ya pudimos observar en abril de 2020 en referencia al debate sobre el aumento o no de impuestos progresivos, o el pedido de aumentos salariales de docentes y personal de la salud en el sector público en 2021.
Por un lado, existe un temor de que los gastos “excesivos” realizados en pandemia puedan haber generado distorsiones en el mecanismo de precios de la economía, por lo que la convergencia fiscal se convertiría en una necesidad si no queremos tocar los fundamentos “sólidos” de nuestra macroeconomía. Por otro, es una ley y debe cumplirse. Pero también cabe preguntarse si la percepción general de la sociedad con respecto a la recuperación de la actividad es la más positiva, teniendo en cuenta además un panorama inflacionario que se suma a la ecuación y que ya se ha “comido” parte del valor real de los salarios de los trabajadores. Hay que ser claros aquí, pues lo fiscal es verdaderamente importante en las trayectorias económicas de los países, solo que no por las razones que suelen aludir los analistas que pululan en los medios que, dicho sea de paso, quien lee estas palabras debe ser advertido de la adherencia de estos a una corriente o escuela de pensamiento que en economía llamamos “neoclásica” u “ortodoxa”, con la cual no todos los economistas están de acuerdo.
Si esta no es la primera vez que el lector o lectora lee un artículo de El Excedente, sabrá que este es un blog de economía heterodoxa, y por lo tanto la visión que defendemos aquí se opone radicalmente a esta escuela de pensamiento, de predominancia en instituciones educativas y de mayor extensión en la opinión pública paraguaya. De esta forma, nuestra visión en materia fiscal es también diametralmente diferente a la de esta corriente, así como la de otros fenómenos económicos que en general suelen ser percibidos por la sociedad bajo la óptica neoclásica y que también están relacionados con la cuestión fiscal. Sepa usted que quien defiende el credo de las finanzas sanas probablemente parta de una visión teórica ortodoxa y tampoco es ajeno u ajena a ninguna ideología política. Veamos.
La creación de dinero y la inflación neoclásica
Para los economistas ortodoxos u neoclásicos, lo fiscal importa esencialmente por dos motivos. Primero, porque creen que el Estado funciona como cualquier agente privado que no puede ni debe gastar más de lo que ingresa: cualquier hogar que gaste más allá de lo que es capaz de percibir indudablemente se enfrentará a problemas financieros. Por lo tanto, en el idioma de los economistas podemos decir que el Estado se enfrentará a una “restricción presupuestaria”. Si el Estado gasta más de lo que recauda deberá endeudarse y prestar dinero del sector privado. Así, un exceso de deuda pública, como cualquier exceso de deuda, nunca es buen augurio. Por la propia magnitud del sector público, su tan desmedida irresponsabilidad económica traerá consigo efectos muy nocivos para la economía, y aquí se pueden citar un mejunje de ideas. Por ejemplo, que el déficit fiscal disminuirá la inversión privada subiendo la tasa de interés, al quitarle sus ahorros al sector privado, y así jugará en detrimento del crecimiento futuro de la economía (esta idea es llamada normalmente como crowding-out).
En segundo lugar, lo peor para los economistas ortodoxos no es ni si quiera emitir deuda pública para cubrir el déficit fiscal, sino “monetizarlo”. Dentro de las mentes de estos economistas, que el banco central emita dinero para cubrir el déficit del Tesoro “creará más dinero” y esta será inminentemente la opción más inflacionaria. De acuerdo a la teoría neoclásica existe una relación entre la cantidad de dinero en circulación en una economía y los precios de esta. Dentro de esta visión de la economía, el dinero es un bien cuya función más elemental es la de ser un medio para las transacciones comerciales de los individuos en sociedad y está determinado de manera “exógena”, es decir por fuera del sistema económico. Por esta razón, son los bancos centrales de los países los encargados de regular su oferta y poseen su vez el monopolio de la emisión de billetes y monedas en circulación. Los bancos privados no tienen ningún rol relevante en la creación de dinero puesto que se asumen como meros intermediarios entre ahorradores y prestamistas.
Para los economistas heterodoxos, en cambio, los bancos privados tienen un rol mucho más determinante en la creación de dinero moderno[i]. Además, defienden lo que aquí podemos llamar “teoría endógena del dinero”, o sea que para estos la cantidad de dinero en circulación es explicada (mayormente) por la propia necesidad o demanda de este en términos de créditos para consumo o inversión de parte de los agentes económicos (familias y empresas). Dentro de esta perspectiva, los bancos privados crean dinero ex nihilo y no necesitan de los ahorros de las familias para poder prestar. Así, es el propio crédito el que crea los depósitos bancarios y no a la inversa como versan los manuales de economía neoclásica. Por tanto, resulta prácticamente inútil cualquier intento de regular la cantidad de dinero en circulación dado que este está determinado por la demanda del mismo, ni tampoco existe una relación a priori entre esta última variable y los precios de una economía. Por lo tanto, dinero se crea todos los días, y todavía nadie salió a protestar contra el crédito bancario por ser una letal amenaza inflacionaria.
Sin ánimos de entrar en demasiado detalle, la concepción acerca de la naturaleza y el rol del dinero en una economía moderna, que variará según la escuela de pensamiento adscripta, es sumamente importante para pensar cuál es el papel que deben asumir las finanzas públicas en los ciclos económicos. Esto es, cuál debe ser el papel que el Estado asumirá en términos de gasto para influenciar otras variables como pueden ser el crecimiento del PIB, el nivel y variación de precios, la creación de empleo, la tributación o incluso las decisiones de inversión de las empresas.
Como ya habrá quedado claro a esta altura, los economistas ortodoxos suelen tener una opinión generalmente negativa sobre los déficits fiscales, especialmente si estos son “monetizados”, es decir, si el Tesoro Nacional es financiado con la máquina de imprimir billetes del Banco Central y no con deuda pública. Aunque son capaces de reconocer ciertos beneficios dependiendo del estado en que se encuentre la economía, a largo plazo se los suele considerar como algo intrínsecamente “malo” y potencialmente riesgoso, ya que debido a su concepción del dinero, este no tiene efectos reales en la economía[ii] y por tanto excesos crónicos de dinero circulante solo pueden tener un efecto sobre la variación de precios. Todo esto, recuerde, con la hipótesis subyacente de que la cantidad de dinero en circulación es en efecto susceptible de ser regulada por la autoridad monetaria.
Aquí resulta necesario aclarar los mecanismos de transmisión, ya que afirmar que los déficits fiscales o la “emisión monetaria” generan siempre inflación, desde una visión ortodoxa, no es del todo correcto. De hecho, son los economistas ortodoxos más radicales quienes afirman este tipo de cosas. Para el resto la respuesta ofrecida es siempre la misma: depende. Si alguna vez habrá visto o escuchado al economista argentino Javier Milei pedir dinamitar el Banco Central de su país para controlar la inflación, seguramente sabrá a lo que nos referimos. La visión expresada por este economista, recientemente devenido en diputado nacional, se llama “monetarismo” y tiene su génesis en las viejas ideas de la teoría cuantitativa del dinero nacida en los siglos XVI y XVII por la Escuela de Salamanca, pero cuya expresión más acabada se encuentra en la del economista ultraliberal de la Escuela de Chicago Milton Friedman, a quien está mayormente asociado dicho término.
Si bien el monetarismo fue abandonado hace ya tiempo por parte de los formuladores de política pública y autoridades monetarias en la mayoría de los países, no menos cierto es que todavía goza de un prestigio llamativo en buena parte de la opinión pública, principalmente en medios de comunicación y políticos de derecha que fungen como voceros de estas ideas. Pero que no le sorprenda al lector o lectora el hecho de que, aunque si bien diferentes en algunos aspectos, la visión del resto de economistas ortodoxos con respecto a las causas de la inflación no es tan disímil a las del monetarismo expresado por Friedman o personajes excéntricos como Milei. Que para estos economistas menos “radicales” los déficits fiscales no generen “siempre” inflación y, en cambio, como dijimos antes, dependa del estado en que se encuentre la economía, no significa que no partan de una misma visión neoclásica.
Es aquí donde entra el mecanismo de transmisión o causalidad, para el cual en todos los adláteres de la ortodoxia puede ser solamente uno: exceso de demanda agregada sobre la oferta agregada. Para todos los economistas neoclásicos (como Lea Giménez, por ejemplo), los precios generales de la economía dependen de la cantidad de dinero circulante debido a que el principio fundante de la teoría neoclásica parte de la premisa de que las economías capitalistas operan o “tienden” siempre a un nivel de pleno empleo de los factores productivos (capital, tierra y trabajo). Dicho de otra forma, este principio nos dice que existe una especie de mecanismo natural de mercado que ordena y reparte por sí solo la distribución del ingreso entre estos factores, siempre y cuando los precios relativos de los mismos sean lo suficientemente flexibles. Verbigracia: quien defienda la idea de que el mercado se autorregula en realidad está defendiendo este principio teórico, llamado también “principio de sustitución entre factores”.
Este principio rector de la distribución es el que garantiza la plena ocupación de todos los factores de producción a largo plazo y de ser “alterado” por fuerzas exógenas (léase, el Estado y sus instituciones) solo puede traer consecuencias negativas al resto de la economía, como por ejemplo desempleo, baja inversión o, en este caso, suba generalizada de precios. “Alterado” entre comillas, puesto que este mecanismo siempre está operando según la teoría neoclásica, y es justamente a causa de ello que la economía buscaría la forma de ajustarse a sí misma, generando todo tipo de distorsiones.
No nos explayaremos mucho sobre este punto, que ya ha sido tocado en reiteradas ocasiones en este blog. Lo importante a entender aquí es la conexión entre esta tendencia al pleno empleo, garantizada por el principio de sustitución entre factores, y la inflación, ya que esta última variable es asumida de la primera. Que los economistas ortodoxos asuman la existencia (o tendencia) al pleno empleo quiere decir que, en su visión, la economía está siempre operando a su capacidad productiva máxima (por ejemplo, no existe desempleo ni maquinaria instalada en fábrica alguna que no esté siendo infrautilizada), lo que lleva al mismo tiempo a asumir una especie de “escasez” estructural capaz de modificar los precios en una economía bajo el mecanismo de la oferta y la demanda. Es así en que un nivel agregado de la economía, un exceso de demanda (escasez) sobre la oferta solo puede generar un aumento generalizado de precios (inflación).
Pero como ya dijimos, los economistas neoclásicos son capaces de reconocer beneficios al gasto deficitario del Estado, sin importar cómo esté financiado y dependiendo del ciclo económico, sin que ello implique necesariamente un aumento de la inflación. En el caso específico del primer año de la pandemia, era evidente que esta causaría una recesión que haría bajar los ingresos fiscales, ensanchando así el gasto deficitario. En tiempos de recesión este tipo de políticas de incremento del gasto público se conocen como políticas fiscales “contra-cíclicas” o “anti-cíclicas”, y están destinadas a revertir la fase descendente del ciclo económico a través de un estímulo a la demanda agregada. En recesión, al no estar las economías plenamente ocupadas, el aumento del gasto no tiende a ser inflacionario. Una vez que la actividad recupera su ciclo normal de crecimiento, es decir cuando la tasa de crecimiento del PIB es positiva durante un tiempo relativamente sostenido, estas políticas fiscales que “expanden” el gasto adquieren un carácter “pro-cíclico”, así como también un recorte al gasto durante una recesión también puede ser considerado pro-cíclico.
Así las cosas, un aumento del gasto deficitario estaría justificado si y solo si nos encontráramos en un momento recesivo de la economía, es decir si este cumple un objetivo contra-cíclico, ya que la demanda ocupa un rol necesario en los ciclos de crecimiento de corto plazo de acuerdo a esta visión menos radical de la ortodoxia, capaz de admitir la necesidad de intervención del Estado en momentos críticos. En cualquier otro momento de la economía, un incremento del déficit, especialmente si es lo suficientemente grande y persistente en el tiempo, es considerado potencialmente inflacionario, debido a que existiría un exceso de demanda agregada sobre la oferta agregada.
En este sentido, debe llamar la atención la adopción de medidas de endeudamiento externo tomadas a inicios de la pandemia, las cuales fueron ampliamente respaldadas por muchos economistas ortodoxos y funcionarios de Hacienda. Esta deuda fue tomada con el propósito de cubrir a largo plazo los gastos ocasionados por la pandemia en el corto. Esto abre dos interrogantes: por un lado, ¿cómo se justifica, bajo una visión ortodoxa, la preferencia por un aumento del gasto basado en deuda externa a diferencia de uno basado en moneda local (sea por emisión de títulos públicos o emisión monetaria), si el efecto producido por este mismo gasto sigue siendo el de aumentar la demanda agregada? ¿Es que acaso el riesgo inflacionario no sería el mismo independientemente de que el gasto esté basado en moneda local o extranjera? Recordemos que la causa del fenómeno inflacionario en la teoría neoclásica es la de un exceso de demanda agregada, el cual se deduce de la existencia de pleno empleo.
Por otro lado, la siguiente pregunta que nos hacemos es: ¿cuál fue la necesidad de la toma de deuda en moneda extranjera (dólares) para efectuar gastos corrientes denominados en moneda local (guaraníes) a inicios de la cuarentena, si el ciclo de la economía era recesivo y por tanto justificado desde una misma visión neoclásica? Es decir, ¿realmente hubiese sido inflacionario el gasto en moneda nacional en un momento donde un impulso a la demanda agregada era un requerimiento para estabilizar el ciclo recesivo? ¿No se supone que en el corto plazo, y más aún en una crisis, el gasto debe asumir un papel contra-cíclico sin que ello implique la posibilidad de inflación? ¿O es que acaso todo impulso a la demanda genera inflación? Preguntas que no son respondidas incluso asumiendo como verdaderos los propios preceptos de la economía neoclásica y que solo dejan relucir el trasfondo netamente ideológico que hay detrás de muchas de las afirmaciones de sus seguidores en materia de finanzas públicas.
Hay otra pregunta muy relevante que surge también de todo lo explicado hasta aquí, especialmente relacionada a la cuestión de la “endogeneidad” del dinero, y que dejamos de lado solo momentáneamente en aras de no perder el hilo de la explicación. Dijimos que la cantidad de dinero circulando en la economía es explicada desde la ortodoxia por la voluntad de los bancos centrales de regular la oferta de esta y que, en cambio, los economistas heterodoxos desconfían de esta idea argumentando que dicha oferta no puede ser regulada debido a que la misma se encuentra determinada por la demanda de crédito (dinero) que los bancos privados crean de la nada. Pero si este es el caso, ¿ello supone decir que los bancos centrales no tienen rol alguno en la creación de dinero? ¿Cómo financia el Estado (el gobierno) sus operaciones de gasto corrientes? Si inmediatamente pensó: “¡con los impuestos de los contribuyentes!” déjenos explicar en el siguiente apartado por qué esa es también una idea neoclásica (y por lo tanto errada).
¿El huevo o la gallina?
La mayoría del tiempo pensamos al Estado en términos financieros como cualquier otra unidad económica del sector privado; una familia o empresa. Es decir, como cualquier ente privado debe primero obtener ingresos para realizar sus gastos, pues el Estado debe seguir las mismas reglas. Finanzas básicas, ¿no es cierto? Sin embargo, en las economías de mercado modernas, donde el dinero es fiduciario, la cuestión es un poco más compleja. Como el dinero es fiduciario significa que no está respaldado por ningún activo o mercancía (como el oro). Por lo tanto, el dinero no está dotado de ningún valor intrínseco. Esto resulta en que hoy día el dinero fiduciario es “una criatura del Estado”. Son los Estados, a través de sus bancos centrales, los encargados de crear dinero de “alto alcance” o público.
Decimos dinero de “alto alcance” porque este debe ser aceptado por todos los habitantes de un territorio al menos para cumplir sus obligaciones impositivas con el Estado. Como mencionamos, los bancos comerciales privados también crean dinero ex nihilo, pero que en última instancia no tienen tanto alcance y están respaldados por el dinero público. Es decir, que los bancos comerciales privados crean mayormente dinero no implica en absoluto que este deje de ser una criatura del Estado. Es precisamente a causa de ello que el dinero creado por los bancos privados tiene legitimidad institucional y por tanto es aceptado en las transacciones monetarias entre individuos.
De esta manera, como es el Estado quien crea el dinero que el sector privado utiliza para efectuar sus transacciones corrientes, ahorrar o pagar impuestos, por lógica debe ser el Estado el que gaste primero. Es decir, si el Estado no gasta antes (y por lo tanto no crea dinero para uso del sector privado), ¿cómo es que se pagarán los impuestos, se generaría deuda pública o si quiera el sector privado obtendría la moneda para ejecutar sus operaciones? La respuesta es simple: el sector privado no podría hacerlo. En suma, el sector público es emisor de dinero y el sector privado es usuario de dinero (de alto alcance).
De dicha secuencia se desprende una conclusión importante: el Estado no debe recaudar impuestos antes de gastar, o en otras palabras, no es necesario que obtenga ingresos antes de efectuar sus gastos. El Estado no necesita de dinero para gastar, pues es él mismo quién lo crea, sino que es el sector privado el que necesita el dinero del Estado para gastar.
Distingamos entonces entre el acto de financiar una actividad y de fondearla. Básicamente financiar se refiere a lo que entendemos como financiación inicial. Por ejemplo, una empresa financia sus operaciones con crédito, pero recién las fondea a posteriori con el resultado de sus actividades o ventas. En este sentido, al igual que las empresas, el Estado no puede financiar sus gastos con ingresos futuros, que son el resultado de los gastos inyectados y que dan cuenta de la fase de “reflujo” del sistema. Tanto el Estado como las empresas están obligados a financiar sus gastos con creación de dinero ex nihilo (Parguez, 2002). Recién en la fase de reflujo el Estado fondea sus gastos ya financiados con impuestos y emisiones de bonos del Tesoro. Por lo que la recaudación de impuestos no tiene ningún rol en financiar los gastos del Estado, sino que por definición los impuestos destruyen dinero o drenan poder adquisitivo. En este sentido los impuestos tienen el rol de determinar la aceptación generalizada de la moneda estatal y de controlar la demanda agregada. Por ejemplo, subir los impuestos frenaría la demanda agregada en un momento expansivo del ciclo.
Para ser más claros, el Estado planifica un presupuesto de gasto antes de obtener ingresos. El Estado no espera a tener los ingresos suficientes para ir gastando a lo largo del año fiscal. Es más, el resultado fiscal es siempre endógeno, debido a que el Estado puede decidir cuánto gastar mas no cuánto recibir de ingresos. Como bien se reconoce en un trabajo del Banco Asiático de Desarrollo sobre la monetización fiscal en tiempos de pandemia, incluso en tiempos normales, los flujos hacia y desde el gobierno debido a gastos, ingresos y a las ventas de bonos no están perfectamente sincronizadas (Felipe, y otros, 2020). Básicamente cuando el Estado gasta el Tesoro pide un crédito al departamento bancario, el banco central. El banco central emite deudas sobre sí mismo para financiar los desembolsos deseados. Ya que el banco central no enfrenta problemas de solvencia puede prestar al Tesoro sin ningún tipo de interés (Parguez, 2002). Los desembolsos a empresas o agentes privados determinan un aumento en las reservas de los bancos comerciales. Entonces, el Estado gasta acreditando cuentas bancarias en bancos privados. Estos depósitos generan reservas (depósitos de los bancos en el banco central).
Otra conclusión relevante que se desprende de esto es que en una economía cerrada todo déficit público es ahorro privado. Por ejemplo, supongamos una economía cerrada (sin sector externo), si el Estado gasta un total 100$ y luego recauda una porción de eso, digamos 50$ a través de impuestos, el neto que se queda en manos del sector privado es de 50$. Esta porción de 50$ compone el ahorro privado y genera un aumento adicional en las reservas de los bancos.
Veámoslo más de cerca. Si partimos de una economía cerrada, se da por identidad que la suma de los ahorros públicos y privados debe ser cero. Por ejemplo si Sg es el ahorro público y Sp es el ahorro privado, tenemos que Sp+Sg=0, por consiguiente Sp=-Sg[iii]. Si el Estado genera un superávit significaría que el sector privado se encuentra en déficit, es decir, se está endeudando en la misma proporción del superávit público. Esto es así debido a que si el gobierno tiene un superávit está extrayendo o drenando más dinero del sector privado del que está gastando en él (por definición, en el año 1 es imposible obtener un resultado superavitario). Y este es el principal rol de los impuestos, drenar dinero del sistema y no financiar los gastos públicos. Los gastos públicos se realizan antes de la recaudación de impuestos por lo que son financiados antes, y recién son fondeados a posteriori por impuestos o venta de bonos.
Por ejemplo, si analizamos este fenómeno en Paraguay, que es una economía abierta y no cerrada, en realidad, la suma del ahorro privado, más el ahorro público y el ahorro externo debe dar cero. Y por lo tanto, el ahorro privado no solo se verá financiado por el déficit público en su totalidad, sino también por el ahorro externo. Es así como, por identidad contable, siempre el ahorro privado en el país es igual al déficit público más el ahorro externo (Gráfico 2). Y no está de más decir que el ahorro privado es financiado principalmente por el déficit público (Gráfico 1). Si entendemos esto de la manera correcta, queda claro que el déficit público no reduce el ahorro privado para financiarse, pudiendo subir la tasa de interés (como reza el crowding out), sino que el déficit público contribuye a aumentar el ahorro privado (crowding in).
Gráfico 1. Ahorro público (Sg) y privado (Sp) en Paraguay (2008-2020).
Fuente: elaboración propia con base en datos del Banco Central del Paraguay (BCP).
Gráfico 2. Ahorro privado (Sp) y Ahorro público + Ahorro Externo (Sg+Se) en Paraguay (2008-2020).
Fuente: elaboración propia con base en datos del BCP
Ahora, como se sabe, los bancos centrales persiguen objetivos de tasa de interés de corto plazo (la tasa de interés es exógena). Si es que el aumento/exceso de reservas generado por el déficit fiscal presiona a la tasa de interés a la baja y esta tasa no está acorde con la meta del banco central, existiría una necesidad de drenar reservas[iv]. Entonces, las reservas pueden ser drenadas con emisión de bonos del Tesoro o con venta de activos del banco central en sus operaciones de mercado abierto (OMAs). Esta es el rol principal operacional del endeudamiento público, no muy diferente al rol de los impuestos. Un trabajo de Stephanie Kelton, llamado “¿Pueden los impuestos y los bonos financiar el gasto del gobierno?” describe muy bien este proceso. Según (Kelton, 1998) el gasto público crea saldos de reserva en los bancos privados, así como los bonos e impuestos los destruyen. Por lo tanto, al emitir un bono y destruir reservas, en consonancia con el banco central, el Tesoro está apoyando la política objetivo de tasa de interés. Por supuesto, si existe un exceso de reservas y no se emite ningún bono, el banco central realizará acciones en el mercado para drenarlas.
Por supuesto, todo lo recién descrito puede considerarse un caso general. Es decir, un caso en el que el banco central y el Tesoro están consolidados en un mismo ente llamado Estado. Pero realmente es este el único caso que nos permite entender la verdadera naturaleza del dinero. Los acuerdos institucionales vigentes en cada país y en cada tiempo histórico son casos particulares, que añaden complejidad al problema, pero no permiten entender ni explicar generalmente el fenómeno, por lo que añaden más confusión que certezas. De todas formas el caso general permite entender el caso particular, por lo que un acuerdo institucional que considere al banco central y al Tesoro por separado no modifica las conclusiones descritas.
Por ejemplo, en cierto caso particular, en el que existen restricciones institucionales auto impuestas (como es el caso de la LRF), el banco central no puede prestar directamente al Tesoro y el Tesoro posee una cuenta en el banco central (que debe ser superavitaria para poder gastar) las conclusiones siguen siendo las mismas. En este caso, el banco central financia indirectamente al tesoro a través de los bancos privados, por lo que los balances sectoriales finales no cambian. De esta manera, cuando el tesoro emite un bono, el banco central se asegura de que el sistema financiero posea la liquidez suficiente para hacerlo sin modificar su objetivo de tasas de interés. En ese sentido, bajo la teoría del dinero endógeno aceptada generalmente, el banco central tiene un rol “acomodaticio” proveyendo reservas al sistema financiero (con la intención de evitar una crisis en la cadena de pagos). Por supuesto, esta provisión de liquidez se realiza a través de ventas de activos, que, si son bonos del Tesoro, significa que esta emisión de títulos puede ser realizada debido a los déficits anteriores del fisco. Como afirma (Fullwiller, 2010):
«Es decir, según las lógicas tácticas y contables, los impuestos acreditados en la cuenta de Hacienda y la liquidación de Hacienda en las subastas de bonos sólo pueden ocurrir a través de cuentas de reserva bancaria, mientras que la fuente original de los saldos de los bancos en sus cuentas de reserva solo pueden ser déficits gubernamentales anteriores (que son cuentas de reserva de créditos netos) o préstamos de la Reserva Federal (repos, préstamos, compras de valores privados o sobregiros; tenga en cuenta que en total la compra de un título del Tesoro por parte de la Fed para agregar saldos de reserva requiere un déficit previo del gobierno). Por lo tanto, la realidad operativa es que para que se paguen impuestos o se paguen bonos liquidados, tiene que haber habido gastos gubernamentales previos o préstamos de la Reserva Federal al sector no gubernamental, y esto es cierto ya sea que la Reserva Federal tenga o no legalmente prohibido proporcionar sobregiros (…) la declaración de "el Tesoro debe tener saldos positivos en su cuenta antes de gastar según la ley actual" (el caso específico) no son, de hecho, mutuamente excluyentes. Ambos pueden ser y son verdaderos: el gobierno puede y se requiere a sí mismo a través de su propia restricción autoimpuesta para obtener créditos a su propia cuenta en la Fed, que se creó a través de déficits anteriores o préstamos de la Fed antes de que gaste nuevamente».
En conclusión, un Estado no posee ninguna restricción técnica financiera para gastar en la moneda que él mismo crea, por lo que, en general no tiene problemas de solvencia[v]. Esto es cierto en un sistema con restricción auto impuesta como en el caso más general. Por ejemplo, esto es incluso más visible en el caso paraguayo, en el que, si bien el banco central no puede prestar al tesoro directamente, sí puede proveerle adelantos por un máximo del 10% del presupuesto[vi]. También es cierto en cualquier régimen de política monetaria, en el que un Estado sea soberano monetariamente, ya sea que utilice bonos del tesoro o sus propios instrumentos de regulación para efectuar su política. Por lo tanto, los impuestos y los bonos públicos en la realidad tienen roles operativos más allá del marco institucional específico en el que operan, es decir, drenan reservas bancarias acordes a los objetivos de política económica (con el objetivo de influir en la tasa de interés y en la demanda agregada).
La única restricción al gasto del Estado en una economía cerrada se encuentra en la capacidad de hacer prevalecer el uso de su moneda, es decir, el deseo del sector privado de proveer bienes a cambio de esa moneda. Por otro lado, otra restricción al gasto se encuentra en los recursos reales de la economía, es decir, en su capacidad de producir bienes y servicios. Mientras exista desempleo de los factores, como trabajo o capital, el gasto creado ex nihilo siempre podrá movilizar recursos para producir bienes y así aumentar el producto. Por supuesto, en una economía abierta la cosa se modifica parcialmente, encontrándonos con nuevos obstáculos y restricciones al gasto, pero sigue prevaleciendo la principal conclusión: que un gobierno no puede quebrar en su propia moneda.
Notas [i] Para ser más precisos, los economistas ortodoxos/marginalistas del Nuevo Consenso Macroeconómico aceptaron que la cantidad de dinero es determinada de forma endógena, siendo la tasa de interés la variable exógena. Aun así, siguen suponiendo la existencia de una tasa de interés natural. En cambio, para la mayoría de los heterodoxos la tasa de interés es una variable puramente institucional.
[ii] A la idea de que el dinero no tiene efectos reales en la economía a largo plazo se la llama también “neutralidad del dinero”.
[iii] En una economía cerrada Sp y Sg serían respectivamente (PIB-C-T-I) y (T-G). En la economía abierta se sumaría también el ahorro externo Se (M-X).
[iv] Note aquí como el déficit del Estado presiona la tasa de interés a la baja, por lo que no reduce la inversión privada subiendo la tasa.
[v] Japón, por ejemplo, posee una deuda pública del 235% del PIB y no presenta mayores problemas económicos debido a que la mayor parte de esta deuda se encuentra en la moneda que emite.
[vi] Es decir, si el banco central puede técnicamente financiar al Tesoro (sin importar de cuánto estemos hablando específicamente), lo importante es que de hecho puede, y que cualquier restricción auto impuesta está hecha bajo criterios institucionales y no económicos.
Bibliografía
Felipe, J., Fullwiler, S., Estrada, G., Jaber, M. H., Magadian, M. A., & Patagan, R. (2020). HOW “MONETIZATION” REALLY WORKS—EXAMPLES FROM NATIONS’ POLICY RESPONSES TO COVID-19. ADB Economics Working Paper Series.
Fullwiller, S. (2010). Modern Monetary Theory—A Primer on the Operational Realities of the Monetary System. SSRN Electronic Journal.
Kelton, S. (1998). Can Taxes and Bonds Finance Government Spending? The Levy Economics Institute Working Paper Collection.
Parguez, A. (2002). A Monetary Theory of Public Finance: The New Fiscal Orthodoxy: From PlummetingDeficits to Planned Fiscal Surpluses. International Journal of Political Economy, 80-97.
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